18 noviembre 2005

Ciudades: Estados Unidos sin coches


Artículo original en ESETÉ 17: En doble fila

"Los americanos han estado viviendo en torno al coche durante tanto tiempo que la memoria colectiva de lo que hace que un paisaje o una ciudad merezca la pena para las personas ha sido casi borrada."

La geografía de ninguna parte - James Howard Kunstler


En el imaginario popular la ciudad estadounidense es mera decoración frente a la carretera y el coche. Es frecuente ver como la urbe se desarrolla a medida de los vehículos y no de las personas. Basta mencionar el paradigma de Los Ángeles, inconcebible sin automóviles, donde se carece de un centro definido y el urbanismo es generado en torno a las nuevas vías de acceso y autopistas.


Estados Unidos parte de una génesis antiurbana. Jefferson, padre fundador, disfrazaba su odio por la ciudad en defensa de valores rurales y neoclásicos que tras un discurso por las libertades de los individuos acomodaba su estilo de vida esclavista y privilegiado. La historiadora Dolores Hayden explica cómo el desarrollo del tejido urbano estadounidense se extiende entre aquellos que buscan el triple sueño de hogar, naturaleza y comunidad, y aquellos que buscan enriquecerse a través del desarrollo arquitectónico del espacio abierto. Esta expansión de la ciudad americana no habría sido posible sin el desarrollo de los medios de trasporte y su apogeo y soberanía gracias en particular al dominio del coche como bien de consumo básico en el entorno privado.


Esto permite redescubrir el antagonismo original entre el coche y la ciudad. Si la ciudad es densidad y centralización de servicios, la presencia del vehículo individual permite perseguir esa utopía personal que niega al próximo mientras lo utiliza. Esa enemistad alcanza a los medios de trasporte públicos convirtiendo al taxi, mediador ocasional entre los dos mundos, en el chivo expiatorio de los males urbanos. Si la densidad, la proximidad de servicios crea la ciudad, el trasporte facilita la descentralización. Los servicios se adaptan a la filosofía de la carretera y no al ciudadano. El comercio a la americana en la autopista está hecho para facilitar rodar y no para andar.


Mientras el agonizante trasporte público permitió los primeros suburbios, el coche fue su auténtico progenitor tal y como lo conocemos hoy en día. Se convirtió en un vehículo popular cuando Ford introdujo en 1914 coches a 345 dólares. Pero lo que los fabricantes deseaban no era tanto fomentar el desarrollo de una periferia antiurbana sino la eliminación de los demás modos de trasporte. El coche había de convertirse en el rey de la selva urbana y la consecuencia directa era utilizar las aspiraciones del ciudadano medio para crear un espacio donde las relaciones sociales fueran mediadas necesariamente por el uso del automóvil. La interacción casual, conflictiva y dialogante entre personas, esa característica fundadora de la ciudad se convertiría en una anécdota del pasado. Así, por ejemplo en 1998 los estadounidenses poseían 131 millones de vehículos de pasajeros, casi el doble de coches y camiones que de niños.


Si la imaginación popular colectiva americana proyecta a los suburbios el sueño de la movilidad social, una vida mejor, un futuro próspero, éste incluye la posesión de uno o varios coches, el abandono del trasporte público y el mínimo contacto necesario con la ciudad: demonio a veces necesario que va perdiendo su poder. No hablamos sólo de residencia, sino de servicios y trabajos en la periferia. Mientras podamos conducir un coche todo esto quizás tenga sentido. ¿Pero que ocurre cuando la vejez impide conducir un coche? ¿Cuando no se puede ir a la autopista para ir al centro comercial más cercano? El deseo de vivir en la frontera urbanizada es fútil. La transición fantástica entre la urbe y la naturaleza o lo rural acaba con la realización de que los siguientes en venir romperán el equilibrio ilusorio del enclave. La frontera se moverá y dejarás de estar en ella.


El capricho individual tiene un precio. Jane Holtz comenta que el ciudadano americano no paga ni la mitad de lo que cuesta vivir este estilo de vida, esta existencia sobre cuatro ruedas. Los suburbios no pagan los costos de infraestructura o sociales de este uso derrochador y privilegiado del vehículo que permite aislarse de la difícil y compleja interacción social. El coche supone la liberación de la esclavitud de estar atado a un lugar. Esta libertad no es gratuita. El precio de la movilidad individual y privada se consigue a cambio de condenar la ciudad. La urbe sin densidad y colaboración interpersonal es un accidente geográfico más. Este valor mercantil afecta a las nuevas generaciones. La mortandad adolescente aumenta ante la presión generacional, la necesidad por tener un vehículo propio ante el grupo, el aumento de suicidios en los suburbios y una legislación que marca el acceso al alcohol y al recreo social a los 21 años para respaldar a una industria automovilística que logró hacer que con 16 años se pueda conducir un coche.


El peatón se siente perdido en la ciudad e incomunicado. El ciudadano medio estadounidense pasa desorientado por la ciudad. En el Washington Post, Teri George de 51 años contaba como durante su visita a la capital y sin experiencia en trasporte público de ningún tipo no sabía qué hacer. Se insinúa que la ciudad ha de adaptarse a este transeúnte incapaz o dejará de ser un refugio de turistas. La alternativa, como Donna Bettenau descubrió tras varios intentos, es preguntar a la gente. Para la sorpresa de muchos comunicarse con tus semejantes suele funcionar. Pero que un ciudadano medio a sus 50 y tantos años no haya usado el trasporte público, no esté acostumbrado a preguntar a sus conciudadanos y le resulte prácticamente imposible aprender a navegar una ciudad es grave. Claro, con lo a gusto que se está en el coche de uno...

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